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El asfalto se transformó en espejo del maligno. Y allí estaba yo, tirado, abrasado, en la parada del autobús. Acababa de descubrir que dos líneas fantasma comunican el centro de la urbe con el infierno. Sólo escuchaba el eco de mi respiración pausada; aire entra, aire sale. Los zapatos relucen cegadores. La acera derecha de la calle desierta, la izquierda recorrida por un súbito golpe de aire. Algunas bisagras olvidadas suenan. Era un mediodía sin vida. Ojalá fuera un anochecer tibio para el paseo. Ojalá no hubiera ido nunca. Ojalá no hubiese acudido a la cita. Fui por inercia. Ni siquiera conocía el polígono industrial de la ciudad. Aquella parte a dónde fui a parar, estaba abandonada en la actualidad. Las empresas se trasladaron a la zona norte. Pero tuve un pálpito; tenía la esperanza de que esta venta resultaría. La necesidad me inundó de fe, pero ésta no basta para convencer a los patriarcas. Soy un crédulo irremediable. Fracaso estrepitoso. Mis manos comenzaron a sudar, aflojé la corbata, el pulso se descontroló y tuve que abandonar la reunión precipitadamente. No me importa dejar un par de bocas abiertas. Sobre todo si esas bocas son tan cuadradas como las cabezas a las que pertenecen. Me dejé llevar sin rumbo hasta acabar junto a la marquesina desgastada.
Media hora me bastó para tranquilizarme. Reflexionaba y miraba a mí alrededor. Dejé de sentir calor. Tuve un leve vahído. Un simple mareo pasajero que pasó tras cerrar los ojos y apoyarme en la pared. Cuando los abrí, descubrí que en la nave vacía de enfrente, habían abierto el portón principal. Es curioso porque no escuché ni el más leve ruido, tampoco a nadie acercarse. Quizás ya había alguien dentro. El edificio tenía un aspecto deplorable: los cristales estaban rotos, las paredes desconchadas y zonas del tejado faltaban. Una verdadera ruina comparándolo con las demás naves vecinas desalojadas por la crisis. Era aquella puerta la culpable de que me llamase la atención desde un principio. Una puerta nueva blindada para proteger aquellos cuatro muros semi-derruidos carecía de toda lógica, por lo menos de lógica humana.
Entonces la curiosidad me pudo. Allá fui como un autómata. Entré sin titubear. Pasé de la luz a la más absoluta oscuridad hasta que mis ojos se adaptaron a la tenebrosa atmósfera. Se veía gracias a unos hilos que se colaban por los agujeros. El suelo estaba casi cubierto en su totalidad de papeles. Había columnas de neumáticos apilados en una sola esquina. Se notaba una fría corriente de aire y mientras observaba los altos techos, oí un suave rechinar. Quise esconderme pero era difícil ocultarse en aquella derruida fábrica. ¡Detrás de una columna, rápido!. Desde mi escondite vi abrirse otra puerta en el suelo. De ella salió un hombre grande, enorme puntualizaré, rubio, albino afirmaré, pero al contrario de lo que pudiera parecer normal en esa situación, no estaba ni sucio ni en traje de faena. En vez de vestir un mono, llevaba un sastre azul con corbata de seda verde. El corazón me dio un vuelco. Pensé por un instante que me había descubierto pues miró hacia dónde me ocultaba. Falsa alarma. El extraño se fue por la maldita puerta atrayente y la cerró. Ni me preocupó quedarme encerrado. Tenía un nuevo objetivo en el que distraerme. Me dirigí a la trampilla secreta. Me mataba la duda de sí tocarla o no. ¿Serviría para algo el descubrir lo que oculta tras de sí?. Aquello era el escondrijo de algo. Material ilegal. ¿De qué clase?. No merecía la pena arriesgar el tipo por un misterio que no me incumbía. Mi palma tocó la superficie oxidada. Empujé. Nada, no cedía ni un milímetro. La golpeé. Resonó su estruendo potenciado por el vacío. Cometí el error de abstraerme mirando el manillar demasiado tiempo. Entonces regresó el hombre y nos dimos de bruces. Estaba acabando un bollo relleno. Me saludó. Sin mediar palabra me hizo señas con el dedo para que lo siguiese a la vez que arqueaba sus cejas. La puerta tenía una pequeña cerradura que yo había ignorado. Guardó la llave en el bolsillo del pantalón mientras posaba con extraña sonrisa cínica desde el quicio de la puerta subterránea. Bajé los pocos escalones de unas cochambrosas escaleras para ver un sótano mal alumbrado por un par de bombillas sin apenas voltaje. En penumbras alcancé a distinguir una cinta transportadora que al acercarme se quedó a la altura de mi ombligo. Sobre ella no circulaba nada hasta que el misterioso hombre accionó una de las numerosas palancas sobre la pared.
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